miércoles, 20 de febrero de 2013

Nuestra madre debería haberte llamado Laïka

Él se fue de repente, sin decir nada. Creemos que quería causar algún tipo de impresión en nosotros, dejar una huella. 

Nunca supimos cuál era la impresión detrás de su intención; aún hoy no logramos descubrirlo.

Una noche, llegamos a casa bastante tarde. Todos juntos, menos él. 

Apenas entramos y respiramos el aire que corría por el pasillo -frío, tajante- nos dimos cuenta de que algo pasaba.

Cuando vimos las fotos en los portarretratos todas nuestras sospechas quedaron confirmadas. De cada una de ellas se había extraído, con sumo cuidado, la imagen de todos los integrantes, menos la de él. 
Sentimos que a nuestros nombres les arrancaban cada letra. No éramos nosotros sin él.

La realidad cayó sobre nosotros con el peso y la gelidez de un glaciar.

Cuando hubimos entendido que él no estaba, corrimos en su búsqueda.

Corrimos por el parque, por el río. Por otro parque, por otro río.
Gritamos su nombre desde cada puente.

Cuando lo encontramos supimos que no podíamos dejarlo tal cual estaba. 

Debíamos hacer algo por él, salvarlo de sí mismo.

Y hacerlo por nosotros, por el bien de todos.

jueves, 19 de enero de 2012

La otra tormenta

La luz era rara; la luz de la inminencia de la lluvia. En mis ojos ya casi empezaba a llover a la vez que la angustia ganaba terreno y oprimía mi garganta. Aquellos momentos eran un desenlace.
El tejido que había estado armándose en mi memoria desde que podía recordar estaba cobrando forma: era una manta, de tejido grueso y pesado. Me envolví con ella y al principio, por supuesto, estaba muy fría. Me provocó un dolor intenso en un lugar dentro mío cuya existencia había desconocido hasta ese entonces.
Las lágrimas brotaron y la tormenta se desató en mí. Me di cuenta de que ya no quedaban futuros recuerdos. El telar que vivía en mi memoria ya no tenía más hilo, el anhelo se había velado.
Repasé todos los puntos del tejido. En un principio, todos dolieron; después las lágrimas se disiparon gracias a alguna sonrisa húmeda que acompañó algún recuerdo.
Me dejé envolver mejor por esa manta, y cuando hubo tomado la temperatura de mi cuerpo, ya más calmada me senté a esperar la otra tormenta.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Simbolismo Onírico II

Mientras iba y venía por escaleras y pasillos revestidos de gris, el frío se apoderaba de mí y me hacía temblar. Todo era (o casi todo) sombras. El aire era húmedo, lo cual me hacía sentir algo extraño e incómodo en la nariz.
Caminé, me perdí y encontré a personas que de alguna manera me recordaban a la única que yo estaba buscando.
Pasé por una habitación grande, rodeada de balcones y gradas; era el fantasma de una mañana anterior. Hubiese matado por un café con leche.
Cuando el recuerdo se hubo evaporado, me di cuenta de cuál era el lugar donde tenía que buscar. Encontré ese lugar y ahí estaba. Sus ojos invadieron por completo mi campo visual. Cerré fuerte los míos y los volví a abrir. Era hora de desayunar.

jueves, 29 de septiembre de 2011

El nombre que sonríe

Iba sentada al lado mío, del lado del pasillo y con la cabeza inclinada hacia adelante. Con cada movimiento del colectivo sus rulos se tambaleaban como resortes estirados. Mientras tanto, yo trataba de leer, pero el vaivén terminó por mezclar todas las letras del libro en un tejido imposible de descifrar y que, para colmo, logró marearme. Desistí. Abrí un poco la ventana y me puse a mirar los autos que pasaban. Cuando nos acercábamos a nuestra parada le toque el hombro con cuidado para no asustarla. De todos modos, se sobresaltó un poco. Detrás de los lentes, sus ojos subieron y bajaron en parpadeos que la ayudaron a volver rápidamente a la realidad. Bostezó. “Soñé”, me dijo. “Te juro que soñé”. Y empezó a contarme lo que había visto mientras dormía. Nos bajamos del colectivo y nos despedimos hasta el día siguiente, en el cual seguramente me esperaría un nuevo relato acerca de sus sueños.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Era veintidós de septiembre y estaba acostada en el sillón, profundamente dormida. El teléfono sonó y me desperté, sobresaltada.
Había pasado la noche anterior en vela esperando ver el amanecer. Tanto el inicio del otoño como el de la primavera eran días completamente distintos a los otros 363. Se suponía que en esos días había tanta luz como oscuridad, y eso siempre me había llamado poderosamente la atención. Entonces esta vez decidí comprobar si realmente se daba el equinoccio, o si era algo que habíamos asumido como eterno cuando, en realidad, podía cambiar. Pasaría veinticuatro horas despierta para ver si el día duraba tanto como la noche.
Así fue como, el veintiuno de septiembre, mi despertador sonó a las seis. Me preparé un café que acompañé con un par de tostadas con miel y me senté en el sillón (que miraba al Este) a esperar a que amaneciera.
El sol salió a las 7.03. Lo anoté en mi libreta.
Antes de salir de casa, me preparé otro café; noté que casi no quedaba instantáneo en el frasco y me dije que seguramente habría uno sin abrir en la alacena. Vacié la taza de a sorbos cortos y salí de casa.
En el colectivo dormí un poco. Me desperté a tiempo para bajar en mi parada.
Volví a casa a las cinco, me di una ducha y acomodé un poco mi cuarto, que estaba bastante desatendido. Como la tarde era cálida, fui al balcón para esperar a que atardeciera. El sol terminó de caer a las 19.03. Lo anoté en mi libreta.
Bien, la luz había durado exactamente doce horas, que era lo que debía durar si realmente había equinoccio. Ahora quedaba comprobar cuánto duraba la noche.
Leí un rato, regué las plantas. Llamé a mi hermana, charlamos, y leí un poco más. Cené. Seguí leyendo. Las líneas del texto se movían de tal manera que prestar atención me resultaba casi imposible. Era la hora del café.
En el frasco ya no quedaba lo suficiente para prepararme una taza, así que me trepé a la mesada para alcanzar la alacena de arriba. Busqué pero el tarro con el que yo contaba no estaba. No quedaba más café. Me hice media taza con lo que quedaba y le agregué un poco de leche. Lo tomé y volví a mi libro.
Los renglones ya no se movían; la historia entre Pedro, Javiera y Francisca era cada vez más interesante y el color del cielo empalidecía.
El teléfono sonó y me desperté, sobresaltada. Ya era de día y mi cachete se había pegado un poco al sillón. Corrí a atender la llamada.
- Sí. ¿En serio? Pero, ¿qué hora es?
Eran las 9.22. Había amanecido hacía ya un buen rato y yo no lo había visto. Me sentí una idiota: unos minutos más y podría haber sabido cuánto duraba la noche. Veintitrés horas y un poco más, para nada.
Y se me había hecho tarde. Me puse los zapatos, agarré mi cartera y salí. Para el otoño me aseguraría de tener suficiente café.

miércoles, 20 de julio de 2011

Por aquellos días el valor de lo externo a uno se había elevado, devaluando a los procedimientos internos. El aire se llenaba con palabras vacías y carentes de sentido; bellas, sí, en algunos casos, pero sólo eso.

A nadie se le permitía decir lo que pensaba y los sueños eran reprimidos por una gris y estricta consciencia colectiva que dominaba a las individuales: éstos deleitaban cada noche a los habitantes de la ciudad, para luego abandonar sus mentes y nunca volver.

Durante mi descanso, aquella vez, las siluetas que bailaban en mi mente y los paisajes que las sostenían me llenaban de gozo. Si hubiese tenido la oportunidad, las habría capturado, encadenándolas a mis pestañas o incluso tatuándolas en mis pupilas para recordarlas a la mañana siguiente. Pero, por supuesto, no podía.
Noche tras noche me inundé de él. Una mañana abrí los ojos y una imagen flotó delante de mí durante unos segundos. La apresé, concentrándome en ella con todas mis fuerzas, y corrí al escritorio. Agarré un papel y dibujé en él la imagen soñada. Ahora estaba en otro lugar además de mi cabeza y eso lo hacía mucho más verosímil.
Aun así, el sueño se convirtió en un visitante nocturno cotidiano. No sabría explicar cómo lo reconocí, pero lo hice. Mejor dicho, mi mundo onírico lo hizo: le daba la bienvenida en un cálido abrazo cada noche y lo saludaba con nostalgia prematura antes de que yo despertara.

Cuando me encontré nuevamente entre los tristes ciudadanos, aquellas personas cuyo interior estaba extinto y sin brillo desde hacía años, no pude evitar sentirme una extraña: yo había cruzado la barrera que separaba los sueños de la consciencia; ahora una me separaba a mí de ellos.

sábado, 19 de marzo de 2011

A ellos siempre les había gustado hablar de los recuerdos; traerlos al presente, según creían, hacía de su existencia algo más tangible y duradero, les quitaba lo efímero que tenía la memoria ante el paso del tiempo.
Pero en los últimos días habían descubierto un nuevo mundo que los había cautivado: el anhelo, que era la imagen en negativo de un recuerdo. Por eso, justamente, mucho mejor: todavía quedaba vivirlo, y todavía quedaba recordarlo.